Hoy no voy a hablar de Imagen ni de Protocolo, sino de algo que todos hemos sentido alguna vez y a menudo con frecuencia: el Miedo. Esa sensación que, no solo nos hace sentir muy mal psicológicamente, sino que tiene unos claros efectos físicos: sequedad de boca, palpitaciones, incapacidad de prestar atención a otra cosa que no sea salir de esa situación lo más rápido posible.
Toda mi vida he soportado las chanzas de mis amigos con mi apellido (se supone que si te llamas Valor no debes sentir miedo,¿no?) pero, aunque me considero una persona bastante audaz, naturalmente no estoy libre de sentirlo, y a veces, mucho.
No quiero recordar los primeros zarpes con mi pequeño velero. Cada vez que soltábamos amarras sentía una sensación de auténtico pánico, temía que aquel cascarón encallara, se estrellara contra las rocas, (volcar era poco probable, la quilla de los veleros, a no ser que la pierdan, hace que vuelva a su posición), y en el mejor de los casos diéramos un buen golpe a los barcos que estaban amarrados a nuestro lado, eso si no nos enredábamos con los numerosos cabos y amarras que pueblan el fondo de los puertos.
De eso hace más de 12 años y todavía no tengo del todo superado el momento en el que mi capitán dice «Soltando amarras», pero sigo navegando y cada vez con menos miedo y más disfrute. Como tampoco superé nunca lo de tirarme del trampolín de la piscina municipal a la que acudía los veranos en mi ciudad natal, Alcoi.
Siempre que subía para lanzarme, mi cabeza me decía «Pero ¿qué estás haciendo aquí? Esto está altísimo, como caigas mal te vas a dar un jardazo…». Podía bajar por el mismo lugar que había subido, las escaleras, pero…. el lanzarme o no a aquella superficie plana, azul, lejana, lejanísima era una prueba a mi misma que tenía que superar una y otra vez hasta que no me aterrara.
Podría poner muchos ejemplos: la primera vez que saqué el coche con el carnet recién estrenado, cuando hablé delante de cientos de personas, el micrófono en mis primeros momentos de la radio, la entrada en un quirófano… Nunca nos libramos del miedo, pero lo que no podemos permitir es que nos venza.
El miedo paraliza, el miedo agota, tensa, te hace débil y vulnerable. No podemos dejarnos dominar por él ni huir como conejos para no encontrárnoslo cara a cara, porque más tarde o más temprano nos va a hacer frente.
Además, reconozcámoslo, los cobardes han sobrevivido más que los valientes. Nuestros antepasados fueron aquellos que supieron evitar a los depredadores, esconderse adecuadamente y preservar la especie. Sin miedo nos meteríamos en situaciones altamente complicadas de las que saldríamos a duras penas o no lo haríamos.
Pero no quiero hacer una entrada de audaces (no lo soy), sí te animo a reflexionar sobre aquello que tememos y que lo pongas en su justa dimensión. Normalmente es mucho menor de lo que lo apreciamos y deberíamos tener herramientas para superarlo.
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Un fuerte abrazo y ¡nos vemos en las aulas!