«Llevo casi toda mi vida con la misma camisa puesta.

Todo comenzó con la sirena. Me encontré con ella, cometí el error de escuchar su canto y, como todo el mundo sabe que sucede con los marineros y los cantos de  sirenas, ya no pude sustraerme a él.

Y entonces, como si fuera una coincidencia, vi aquella camisa. La vi en aquel escaparate, llamándome con insistencia. La vi y la compré sin dudarlo, porque parecía que la habían confeccionado pensando en mí. Entré en el establecimiento, y cuando la pedí, lo primero que me dijo el vendedor es que una vez comprada, ya no podría devolverla, por lo que debía asegurarme de que eso era lo que quería. No me importó, no pensaba hacerlo. También me hizo notar que, una vez que me la pusiera (y a causa del procedimiento especial con el que estaba tintada) ya no me la podría quitar nunca. Tampoco me importó, es más, me pareció una buena idea llevarla siempre, de tanto que me gustaba.

Era preciosa, mi camisa nueva. Me cubría el pecho y la espalda, y también los brazos hasta las muñecas. En el cuello, llegaba hasta la barbilla, cerrada por la garganta delante y por la nuca detrás. Sus dibujos intrincados eran en parte geométricos, en parte vegetales y en parte marinos, de colores intensos y también algunos trazos en negro profundo. Todo ello para realzar el dibujo principal del diseño: el cielo, el mar, un faro a lo lejos y la sirena de mi vida y de mi muerte en primer plano, sentada sobre una roca, mirando al mar. Al mirarlo, mi vista se perdía en aquel paisaje, y me zambullía en él, y volaba, y soñaba… Un estampado magnífico, inspirado, original, único. Una perfecta obra de arte del diseñador, quien me aseguró que no haría otra camisa igual, jamás.

Me gustaba mucho, mi camisa nueva.

Y a los demás también. Cuando me la veían todos me miraban, unos con sorpresa, otros con admiración, alguno con envidia. Y, sí, debo admitirlo, también alguno me miraba con una sonrisa de incomprensión. Pero me daba igual: yo sí comprendía por qué tenía esa camisa indeleble, y me miraba y me sentía muy bien con ella.

Y así, feliz con mi camisa, fue pasando el tiempo.

Un día, al mirarme al espejo por la mañana, sentí que ya no amaba el mar, ni las olas, ni los riscos, ni los faros, ni a las inexistentes sirenas, porque la mía, al final, resultó no ser sirena, sino sólo una mujer a quien, por su desprecio e ignorancia, acabé dejando de desear recordarla cada día. Pero su imagen en mi camisa me recordaba recordarla, y ya no me hacía sentir bien.  Y como no me la podía quitar, la escondía debajo de otras prendas, para que no se viera y no verme obligado yo a verla.

Pero eso pronto dejó de ser suficiente. Yo sabía que la llevaba, aunque no la viera, y empecé a desear cambiar de camisa, otra diferente, lisa, o incluso con dibujos, pero distintos, lo que fuera con tal de no ver más la mía; pero no era fácil deshacerse de ella. Me dijeron que quizá me la podrían arrancar, pero me quedarían cicatrices y además no era seguro que no me quedaran algunos trozos pegados a la piel…

Ha pasado mucho tiempo desde que la compré, y aunque ya apenas se distinguen los dibujos originales y sus vivos colores, me da igual todo. Y aquí sigo yo con ella, y aquí sigue ella conmigo, formando parte de mí, siempre, hasta el final de mis días, mi camisa, mi tatoo con mis recuerdos, con mi sirena…»

tatuajes

Con este minicuento metafórico y humorístico quiero mostrar ante todo (desde mi más absoluto respeto) mi desconocimiento total acerca de las motivaciones que pueden llevar a una persona a “comprar” algo que deberá llevar encima durante el resto de su vida y que, como todo lo que tiene que ver con el propio gusto, podría dejar de gustarle en cualquier momento.

He hablado con algunas personas que llevan tatuajes, entre ellos mi propia hermana, pero de las conversaciones no he conseguido entender ni la razón para hacérselos (“es algo que me gusta”) ni su punto de vista acerca del futuro (salvo, creo, que no consideran que les vaya a dejar de gustar nunca).

Sí que puedo, sin embargo, comentar mi opinión, más allá de mi propia incomprensión: un tatuaje suele ser una obra de arte que la persona que lo lleva luce con orgullo ante sí misma y ante los demás, igual que todos nos sentimos bien vistiendo unos zapatos bonitos, un vestido o un traje espectacular. Pero, sobre todo, porque nos gustan a nosotros mismos. Eso lo entiendo, lo suscribo y lo apoyo, porque es algo que todo el mundo experimenta en su propia vida. Mis dudas vienen precisamente de ello: cuanto más te gusta algo es más probable que, con el tiempo (la evolución personal, la transformación de los propios gustos, e incluso el cambio en la moda) te deje de gustar.

¿Quién no ha sacado del armario una prenda que era su pasión alguna temporada atrás y, al verla, ha sentido que no se la volvería a poner por nada del mundo? A mí me pasa continuamente.

¿Y si un día un tatuado se mira al espejo y siente eso mismo acerca de su tatuaje? ¿Puede ocurrir eso? ¿Puede alguien cansarse –por una razón u otra- de su tatuaje o es algo tan íntimo y personal que hace que esa circunstancia no suceda nunca? Por supuesto, hoy en día existe el modo de borrarlos, pero creo que es algo agresivo y no perfecto, y seguramente no sea una opción que un tatuado considere cuando se va a tatuar.

Alguien me decía que un tatuaje no es como unos zapatos, que cuando alguien se lo hace sabe que es definitivo y que a mí me pasa como les ocurre a quienes no tienen hijos: que es imposible entender lo que significan hasta que se tienen.

Y creo que estoy de acuerdo…

Luis Astolfi escritor

Luis Astolfi

Pero no lo acabo de entender, aunque espero, algún día, poder entenderlo. De modo que, si algún lector implicado tiene a bien iluminarme con la luz de sus opiniones, le estaré enormemente agradecido.